Nacido el 22 de mayo de 1943 en el pueblo de los Tojos, comarca de Saja-Nansa, Emilio San Juan Ruiz —más conocido como ‘Milio’ o por su apodo familiar heredado ‘Cayeyo’— encarna la memoria viva de una Cantabria rural en riesgo de despoblamiento y, a sus 81 años, rememora una vida marcada por el esfuerzo compartido y un profundo vínculo con la tierra, la madera, el ganado, la tradición y la comunidad.
Nieto, por parte de padre, de Eulogio y Áurea —a quien recuerda en el corral haciendo tortos—, Emilio no guarda recuerdo de Baldomero Ruiz, a quien no pudo conocer por su muerte temprana. Heredó también una casa en Correpoco, legado de su abuela materna Primitiva.
Su primer recuerdo es el de una caída desde el carro, cuando tenía apenas cuatro años. En el accidente se rompió el labio, y fue un vecino del pueblo quien acudió a ayudarle. También recuerda la posguerra, las cartillas y la presencia de la Guardia Civil, una infancia marcada por pantalones remendados y los relatos de fusilados y muertos en bombardeos que llegaban a sus oídos. Emilio recuerda cómo, a pesar de su temor hacia la Guardia Civil, su casa fue testigo de momentos históricos como la llegada de la luz y la primera radio del pueblo, propiedad de su padre y en la que se escuchaba, en secreto, la emisora Radio Pirenaica. Con orgullo, destaca que años más tarde fue él quien tuvo la primera televisión de color en la zona.
Hijo de Aurelio y Paulina —ella originaria de Correpoco—, Emilio creció en una familia dedicada a la ganadería, sustentada por vacas tudancas, ovejas y cabras. La familia San Juan Ruiz era de las que más cabezas de ganado poseía en el pueblo, un hecho que marcó desde temprano el destino laboral de Emilio, quien conoció la dureza de la vida rural: una infancia pastoreando ovejas y trabajando en los montes. Bien es cierto que la venta de las cabras fue “su segunda gran alegría” y que permitió a su familia reformar el hogar a finales de los años cincuenta.
Emilio rememora una población “más alegre”, donde abundaban los niños y los juegos con juguetes de madera fabricados por ellos mismos. Estudió “las cuatro reglas” en la escuela de piedra de sillería construida por su padre y vecinos en Los Tojos. Aprendió con una enciclopedia compartida por más de 20 niños bajo la guía de la maestra Tinina, oriunda de Palencia. Sin embargo, fue con el cura del pueblo, don Miguel, con quien adquirió sus verdaderos conocimientos, al punto de ser monaguillo hasta los 14 años en la iglesia de San Miguel Arcángel. La vocación eclesiástica, que llegó a ilusionarle, quedó truncada por las necesidades familiares, a pesar de que varios jóvenes se desplazaron a Cóbreces para formarse en la fe.
“En Cabuérniga y otras zonas como Campoo, había industria, como en Los Corrales, pero aquí, en esta zona, no había nada”, señala y nos habla de la industria de la comarca, destacando las minas, la fábrica de Saja y la figura de Ramón Ruiz Rebollo, quien tuvo un impacto importante en la comunidad con su fábrica de albarcas y juguetes.
Emilio vivió de cerca la emigración que vació el pueblo en los años 60, con vecinos que marchaban a lugares como México o Cádiz. Él también soñó con emigrar a Suiza, pero la muerte prematura de su padre lo obligó a quedarse y encargarse del ganado. Su hermano, Ceferino (1941), en cambio, partió a Alemania durante años para trabajar en la construcción.
Emilio ha sido testigo privilegiado de los grandes cambios en su localidad natal. Recuerda con emoción la llegada del agua corriente y las zanjas excavadas para los tubos de uralita en los que participó. También su “mayor alegría”: la entrada de la luz eléctrica a finales de los años 50, y la carretera que facilitó el acceso a pueblos colindantes, a la asistencia médica y a los bienes y comestibles que compraban en Terán y Valle a base de “fiado”. También quedaron grabadas en la memoria colectiva otras experiencias como el viento que llevó el tejado de la iglesia a finales de los años 50 o los 21 días de invierno en los que quedaron incomunicados por la nieve, sin teléfono ni electricidad.
Comprometido con su comunidad, en su adultez, Emilio participó activamente en la vida del concejo, siendo incluso presidente de la Junta Vecinal, colaborando en los arreglos de caminos, fuentes o respondiendo ante emergencias como incendios. Para él, el concejo no era solo un espacio de decisión, sino de “encuentro y responsabilidad compartida”.
Emilio también colaboró por temporadas con la Dirección General de Montes, que entre 1971 y 1991 pasó a llamarse Instituto para la Conservación de la Naturaleza (ICONA), un organismo clave en la protección del medio ambiente, adscrito al Ministerio de Agricultura. Participó en tareas como la plantación de pinos, la creación de cortafuegos y otras labores destinadas al cuidado y mantenimiento de los montes.
Su vida estuvo profundamente vinculada a los ciclos de la naturaleza, que marcaban el ritmo de las labores a lo largo del año. La primavera se dedicaba principalmente a la ganadería y a hacer la madera; el verano, a la feria de San Juan Bautista, al pastoreo del ganado y al cuidado de la huerta, así como a la siega de la hierba tras la festividad de El Carmen. En otoño, después de la Garauja, era el momento de cortar mangos para los rastrillos, y en invierno, se centraban en el cuidado de las vacas, en acudir a la feria de Covaldriz y en los trabajos con la madera, entre otras tareas.
Desde muy joven y durante más de una década, Emilio vivió temporadas de hasta quince días seguidos durmiendo en el monte, extrayendo y trabajando la madera con la que se elaboraba la célebre Garauja: herramientas tradicionales como horcas, rastrillos y otros útiles del campo, talladas en madera de los bosques cercanos, a los que accedía inicialmente a pie y con ganado, luego con moto y finalmente con furgoneta. Lo recuerda como una experiencia “muy dura”, marcada por el esfuerzo y la autosuficiencia.
Cumplió con el servicio militar entre el 24 de junio y el 11 de diciembre de 1965, primero con tres meses de instrucción en Araca (Vitoria), y luego en el cuartel de Artillería de Burgos. Allí fue ingresado en el hospital militar de Burgos por resfriado convertido en una bronquitis aguda. Durante su convalecencia, recibió permiso para casarse con Ramona Prieto Arenal, natural de Los Tojos, el 25 de octubre de 1965. Tras varios reconocimientos médicos, fue licenciado anticipadamente por motivos de salud. Con Ramona fue padre de Emilia y María del Moral, nacidas en Los Tojos entre 1966 y 1967. La paternidad la describe como “un regalo”, pero a los nietos y bisnietos los percibe como “una locura”, que le llena de felicidad.
Durante décadas, Emilio compatibilizó la ganadería con el trabajo de la madera, heredando la tradición de la Garauja. Su actividad como artesano trascendió el ámbito local: vendió herramientas en ferias de San Juan, por pueblos de Castilla y León, en tiendas de Cantabria y durante años a través de la ferretería Ubierna de Santander. Con orgullo, recuerda ser uno de los últimos —si no el último— artesanos de la madera en la zona, y afirma que “todo lo que se propuso lo logró”, incluida una ocasión en la que ganó la lotería, lo que le permitió terminar de construir su casa.
Como ganadero, recuerda la fuerte gripe que afectó al ganado en su infancia, las mudas y las crisis económicas, como la causada por la venta de carne traída de Argentina. Fueron años de trabajo en los que sus tudancas, resistentes y bien adaptadas al monte, dieron paso a razas más productivas. Tras el cruce con un toro frisón llamado “Sultán”, incorporó la pinta o frisona holandesa, el suizo, charolés, limusina y la Azul Belga. También vendió un tiempo la leche a “turistas del País Vasco” que pasaban vacaciones en la zona.
Al ver que sus nietos no iban a seguir con el oficio ganadero, y tras un accidente de su mujer, Emilio y ella decidieron cerrar ese ciclo a principios de los años 2000, cuando él tenía 60 años. Entonces vendieron las vacas y, lejos de retirarse, Emilio levantó un taller en el barrio del Rejoyal, donde volcó su conocimiento heredado y habilidades manuales en el trabajo de la madera.
Hoy, a sus 81 años, o «18», como él bromea, su salud le da un respiro tras épocas más complicadas con crisis epilépticas y disfruta de una vida plena, caminando por el monte, trabajando en su huerta y manteniendo “la mente y las manos activas creando con madera lo que su imaginación le inspira”, sintiéndose «afortunado y feliz» por todo ello.