Pilar Blanco Puente nació el 17 de agosto de 1934 en la ciudad de Zamora, en el seno de una familia de clase media vinculada al funcionariado estatal. Fue la tercera hija de Felisa Puente Fuente, una mujer burgalesa dedicada al trabajo de hogar, y de Manuel Blanco Álvarez, zamorano y comisario de policía de profesión. Su nacimiento fue recibido con especial alegría: llegaba tras el fallecimiento de un hermano y una hermana y de dos abortos espontáneos recientes, en un momento en que los médicos ya habían desaconsejado a su madre volver a intentarlo. Pilar nació en casa, asistida por una matrona, como era habitual en aquella época, y desde el principio fue una niña muy deseada y querida, especialmente protegida por su familia y sus hermanas mayores, María del Carmen (1923) y Mercedes (1927); según sus propias palabras, fue «mimada y consentida».
Su madre, nacida en Montejo de Bricia, quiso ser maestra, pero su padre lo desaconsejó: había dejado Magisterio por los bajos sueldos. En 1938, cuando Pilar tenía apenas cuatro años, su padre falleció de tuberculosis intestinal. Este hecho marcó un punto de inflexión en su infancia, tanto en lo emocional como en lo económico. A partir de entonces, la familia —compuesta por su madre y dos hermanas mayores— vivió dificultades económicas, lo que les condujo a mudarse a la calle Pelayo y a alquilar algunas habitaciones a abogados del Estado. Su madre, viuda desde los 48 años, insistió siempre en que sus hijas tuvieran formación y una profesión, convencida de que la autosuficiencia era una garantía ante la precariedad.
Pilar creció en este entorno profundamente femenino, religioso y austero. Las mujeres de su familia —madre, tías, hermanas— marcaron profundamente sus primeros años. A pesar de vivir en una ciudad provincial durante la guerra y posguerra, Pilar tuvo acceso a una educación formal desde muy pequeña. Aprendió a leer con apenas cuatro años, gracias a sus hermanas, y pronto se destacó en la escuela por su memoria y expresión oral. Fue alumna de varias escuelas públicas de Zamora, una decisión condicionada por la falta de recursos para asistir a colegios privados o religiosos. Desde los cinco años, asistió primero con las maestras Doña Carmen y Doña Socorro, y luego a una escuela que servía de prácticas a alumnas de Magisterio, y, finalmente, —a un año de ingreso en el bachillerato elemental— ingresó en la Escuela Preparatoria del Instituto de Enseñanza Claudio Moyano, con Doña Manuela, gracias a una beca de la Sección Femenina para su matrícula y libros. Su desarrollo académico temprano fue notable además de su implicación en lo cultural, participante en varias obras de teatro escolares.
Pilar comenzó su trayectoria musical en el coro parroquial de la iglesia de San Torcuato en Zamora, donde desarrolló su afición por el canto. En la adultez, continuó su participación en el coro de Valdecilla y, durante dos años y ya jubilada, en la Camerata Coral de Santander, consolidando así su vinculación con la música coral.
Durante los años cuarenta y comienzos de los cincuenta, Pilar vivió una infancia marcada por los juegos populares en la calle, los veranos en el pueblo de Pereruela —ligado a la tradición alfarera y donde su familia regentaba una tienda—, y una intensa vivencia religiosa iniciada tras su primera comunión, a los seis años, impulsada por Acción Católica y más adelante por la Sección Femenina. En ese contexto, participó activamente en actividades culturales y formativas: cursos, albergues de verano (como las tres estancias en Poo de Llanes en los años 50), su primera visita al mar en Santander, programas de radio y representaciones teatrales. Entre 1942 y 1945, fue parte del elenco infantil de EAJ-72, la emisora J72 Radio Zamora, donde interpretaba al personaje de «Guillermina», una experiencia que recuerda con cariño.
Durante la adolescencia, Pilar convivió con su madre y su tía Lola porque sus hermanas se estaban formando en la Escuela de Enfermeras de Valdecilla. En ese periodo, entre 1950 y 1951, inició sus estudios de Magisterio en la Escuela Normal de Zamora, pero abandonó al finalizar el primer curso tras suspender matemáticas —una asignatura que, según comenta, “nunca llegó a comprender del todo”, algo que hoy atribuye a su discalculia—.
A los 16 años, Pilar se trasladó a Madrid con su madre para vivir junto a su hermana mayor, cuyo esposo era propietario de la fábrica de lejías Covadonga. Aunque inicialmente buscó empleo en grandes almacenes, no logró incorporarse. Optó entonces por confeccionar y comercializar baberos infantiles con diseños originales por encargo en diversas tiendas, una actividad que tuvo buena acogida y le permitió cubrir sus propios gastos. Sin embargo, su horizonte profesional se definió con claridad en 1956, cuando decidió presentarse a la Escuela de Enfermería del Hospital Valdecilla, en Santander. Tras una breve estancia en casa de una prima en la capital cántabra y su entrevista con Sor Rosalía —superiora de La Caridad al frente de la Escuela—, ingresó para formarse a los 22 años. Entre septiembre de 1957 y julio de 1959, cursó los tres años de formación en régimen de internado.
Esta etapa fue especialmente significativa para Pilar, quien la recuerda como un periodo “muy feliz” y profundamente formativo, tanto en lo profesional como en lo personal, en un contexto marcado por la disciplina y la autoridad ejercida por las religiosas. Rememora diversas anécdotas de aquella etapa, como su paso por distintos pabellones, las condiciones materiales y la disponibilidad de recursos, así como la organización de las alumnas según el color del uniforme: gris para las de primer año y blanco para las veteranas. En ese entorno forjó sólidas amistades y participó activamente en las actividades, formando parte de un grupo de doce compañeras que se hacían llamar “Las Gilbert”. Fue en este periodo de formación cuando su vocación como enfermera comenzó a definirse, marcada por una firme ética del cuidado y una sensibilidad crítica hacia las desigualdades sociales. Fue el primer paso de una trayectoria que más adelante se extendería al ámbito educativo y social. También fueron años en los que comenzó su relación con Jaime Revuelta Alonso, entonces pediatra en formación en Valdecilla.
Tras su graduación en 1959 y una pausa en su relación con Jaime, Pilar inició su carrera como enfermera en Madrid y en Talavera de la Reina. Primero trabajó varios meses en una clínica privada de radiología bajo la dirección del doctor Arce. Posteriormente, permaneció cerca de un año en Covesa, una clínica privada especializada en intervenciones quirúrgicas ubicada en la calle Velázquez de Madrid. Más tarde, durante casi un año, colaboró en una clínica recién inaugurada en Talavera de la Reina (Toledo), dirigida por el doctor José Marazuela González (actual Hospital Parque Marazuela), donde iba destinada a trabajar como jefa del servicio de enfermería.
Su rumbo cambió tras reencontrarse con Jaime durante unas vacaciones en Logroño. Después de trabajar un año y medio más en Madrid, decidió regresar a Torrelavega para continuar con su noviazgo. Ante ciertas críticas por no haber formalizado aún su relación, contrajeron matrimonio a principios de noviembre de 1961, cuando ella tenía 28 años, en la parroquia de Nuestra Señora de la Concepción en Madrid.
Su matrimonio comenzó bajo circunstancias especiales: convivieron con la suegra y la cuñada, y asumieron juntos el cuidado de una sobrina de Jaime, que padecía una grave enfermedad que le impedía ver, comunicarse y andar. Atendieron a la niña con dedicación desde octubre de 1961 hasta su completa recuperación en marzo de 1962, experiencia que, a pesar de las dificultades, “fortaleció su relación”.
El matrimonio se instaló en Torrelavega. Pilar desarrolló su actividad profesional en la consulta de la calle Argumosa, donde Jaime tenía su consulta privada, y este, además, trabajó como pediatra en el Centro de Salud ‘Zapatón’. Tras convertirse en madre, Pilar dejó la clínica privada y se volcó en la crianza de sus tres hijos: Pilar (1963), Javier (1964) y Juan (1966).
Durante ese periodo, Pilar entabló amistad con una nueva pareja llegada a la capital del Besaya: el juez Manuel Rico Laro, vinculado al colectivo Jueces para la Democracia, y su mujer, profesora del Conservatorio, Mirú Castelló. La historia familiar de ella, marcada por la represión —una madre encarcelada durante diez años y un padre condenado a muerte que logró salvarse ocultándose— impactó profundamente a Pilar. A través de sus conversaciones y de lecturas compartidas, como la revista Triunfo, comenzó a tomar conciencia de una realidad política y social que hasta entonces le era ajena. Esta apertura a nuevas ideas transformó su manera de entender el mundo y dio inicio a un compromiso cada vez más activo con posturas progresistas. También a los 32 años, tras una reveladora conversación con Miguel Bravo, el cura del barrio pesquero, “desmontó muchas de sus creencias religiosas”, y Pilar decidió poner fin a su relación de más de treinta años con la religión institucional “católica, apostólica y romana”.
Aunque vivieron siempre en Torrelavega, construyeron una casa en Hinojedo, donde Pilar encontró en la huerta un espacio de cuidado. Entonces inició una relevante etapa profesional en el campo educativo. Fue fundadora y dirigió varios centros educativos en Cantabria, entre ellos el “Jardín del Dobra”, el centro San Juan de La Canal y el Centro Privado de Educación Especial “Stephane Lupasco” en Santander, una iniciativa pionera en la región, dedicada a atender alumnado con dificultades de aprendizaje y necesidades especiales, que se coordinándose además con otros centros como AMICA y Fernando Arce.
Destaca que “aprendía de los maestros y maestras” y declara que fue “de las cosas más bonitas que yo he hecho en la vida”. Los centros apostaban por modelos inclusivos, participativos y transformadores basados en pedagogías como la de Freinet, que promovía la educación activa mediante el trabajo cooperativo, la elaboración de periódicos escolares (como El gorrión) y el intercambio de experiencias entre el alumnado con otros centros; y la de Decroly, que enfatizaba el aprendizaje centrado en centros de interés vinculados a la vida cotidiana. Además, se fomentaba la participación de la comunidad educativa a través, por ejemplo, de consejos escolares o reuniones de padres.
El interés por encontrar alternativas educativas para sus hijos motivó a Pilar a adentrarse en el ámbito educativo. Así, en 1969, junto a Jesús Ubalde, su esposa y otra pareja amiga, inauguraron el “Jardín del Dobra” en Torrelavega: un pequeño jardín de infancia con dos maestras, ubicado en una vivienda propiedad de sus amigos Carlos y Pilar. El proyecto creció rápidamente, ampliando su oferta para incluir educación primaria y trasladándose bajo el mismo nombre a un chalet en el Paseo del Niño, en Puente San Miguel (Reocín). En 1986, Pilar figuraba como titular del centro de educación preescolar.
Durante esta etapa y consciente de sus limitaciones pedagógicas, también se formó durante tres años como asistenta social en Santander. Posteriormente, complementó su formación con cursos de psicomotricidad junto a André Lapierre y Bernard Aucouturier, con quienes incluso colaboró como ayudante en algunas formaciones. También realizó varias estancias formativas con el equipo de Rosa Sensat i Vilà en Barcelona, entre otras iniciativas.
En 1981, tras 19 años de matrimonio, se divorció manteniendo una relación amistosa con su exmarido. Tras mudarse a Santander, se implicó activamente en movimientos feministas, primero en la Asociación de Mujeres Divorciadas y Separadas y, posteriormente, en la Asamblea de Mujeres de Cantabria. Con esta última participó en las primeras jornadas feministas de La Magdalena durante los años 80 y en las jornadas de 1992 en Madrid, así como en múltiples acciones y campañas en defensa de los derechos de las mujeres, centrándose especialmente en la salud reproductiva, la violencia, el derecho al divorcio y la autonomía económica, entre otros temas.
A lo largo de su vida, Pilar cultivó diversos hobbies relacionados con trabajos manuales, destacando la talla en madera, el macramé y la cerámica —que practicó y en la que colaboró durante un tiempo en el taller de Carolina en la plaza del Príncipe—, entre otros.
En 1984, impulsada por su deseo de “vivir en el campo”, adquirió una finca en Heras, Santiago de Cudeyo. Tenía entonces 46 años y, junto a Toño —amigo cercano y actual compañero de vida— emprendió la construcción de su propia casa. Aunque el constructor se encargó de levantar la estructura, fueron ellos quienes, durante dos años, completaron gran parte del trabajo, colaborando con los albañiles y dedicando los fines de semana a avanzar en la obra. Fue un proyecto compartido, fruto de la constancia y la complicidad entre ambos.
En 1998, a los 64 años, Pilar puso fin a su etapa laboral activa. Motivada por su compromiso humanitario, decidió llevar a cabo un proyecto pendiente: participar en una iniciativa de cooperación. Esta decisión la llevó al poblado de Waswalí, en Matagalpa (Nicaragua) tras la Revolución Sandinista, donde colaboró durante tres meses con el Grupo Las Venancias. Este proyecto contó con el respaldo de Interpueblos y se financió mediante la recaudación de Las Gildas de Cantabria y donaciones, con el propósito de establecer una escuela infantil y de promover la formación de mujeres y adolescentes a través de talleres enfocados en la prevención del maltrato y derechos femeninos. Esta experiencia amplió su perspectiva sobre la justicia social y el papel de las mujeres en los procesos comunitarios. En el segundo año regresó durante un mes para apoyar con su labor y, además, aprovechó para visitar diversos países de América. Además, asistió en Costa Rica a unas jornadas feministas de mujeres latinoamericanas.
Durante su jubilación, tras una etapa de crisis personal, Pilar se unió al grupo internacional «Apertura del corazón», centrado en el crecimiento personal, con el que viajó durante 14 años a países como Egipto, México, Jordania, Israel, Costa Rica o Turquía. Estas experiencias le permitieron establecer “vínculos significativos con personas de diferentes países y culturas”. En cada destino realizaban una acción simbólica vinculada al proyecto: sembrar un corazón de cuarzo.
Hoy, a sus 90 años, Pilar ya no participa en los viajes, pero reconoce que “está a gusto en casa” y disfruta de sus ratos de calma, meditación y reiki; de las visitas de su familia “su tesoro más importante” —hoy más amplia, con tres nietos y una nieta— y de la cultura, el cine y la lectura. Defiende con firmeza que la vejez puede ser una etapa plena de sentido, aunque la sociedad tienda a relegarla al margen. Aunque las manos ya no le permiten tallar madera ni tapizar muebles como antes, su pensamiento sigue firme y despierto. Habla con serenidad sobre las pérdidas, los cambios y los límites del cuerpo, pero también valora lo que ha ganado: experiencia, templanza, una mirada más amplia sobre la vida.
Como le dijo una vez una chamana, en la vejez una solo tiene dos caminos: “ser una viejita encantadora o una vieja de mierda”. Pilar eligió el primero. Mira hacia atrás y, con sencillez y convicción, concluye: “He tenido mis cosas difíciles, como todo el mundo… pero yo miro para atrás y digo: pues muy bien, mi vida”.