César Vidal Pascual nació en Santander, en la calle Castelar. El parto tuvo lugar en casa de unas tías, como era habitual entonces, aunque los primeros años transcurrieron en Liaño, donde la familia fijó su primer hogar. Nació el 22 de enero de 1951, en pleno invierno, cuando Santander aún arrastraba las heridas del gran incendio del centro de la ciudad y la vida se sostenía con lo justo: casas llenas, racionamiento vigente y una ciudad donde la familia y el territorio cercano marcaban el ritmo de los días.
Sus raíces familiares dibujan un mapa que va más allá de Cantabria. Por parte materna, la familia procede de La Rioja: sus abuelos, Agustín Pascual, natural de Baños de Ebro, y Victoria Larraz, de Logroño, llegaron a Santander cuando el abuelo —militar de profesión— fue destinado a la ciudad tras el incendio de 1941. Ante la escasez de vivienda, se instalaron en un chalet de la avenida de los Infantes, entonces en las afueras, donde crecieron sus hijas, entre ellas Herminia, madre de César.
Por parte paterna, la familia hunde sus raíces en el Bierzo leonés y en Galizano. El abuelo, José, natural de Santalla, y la abuela, Gervasia, de Galizano, se casaron y se establecieron en Santander, donde él trabajó como mecánico y donde nació su hijo César, padre de César Vidal Pascual. Más tarde, José fue destinado por la Compañía de Tabacos a Manila, y la familia se trasladó a Filipinas, donde acabaría poniendo en marcha un negocio propio.
La muerte temprana de Gervasia, a causa de una nefritis, dejó a su hijo huérfano de madre antes de cumplir los diez años. Poco después, José, desbordado por la situación, pidió a una hermana de Gervasia que se hiciera cargo del niño en Galizano. A los catorce años, quedó definitivamente huérfano tras la muerte de su padre en Filipinas, en el contexto de la ocupación japonesa de Manila, y creció desde entonces al cuidado de sus tíos, Ángeles y Samuel, en el entorno familiar de Galizano, localidad a la que César regresaría una y otra vez a lo largo de su vida.
En la memoria familiar aparece también la figura de un bisabuelo constructor, que levantó en Galizano una casa para cada una de sus hijas —como la de Ángeles y Samuel—, así como la presencia constante de varias tías durante la infancia, especialmente en los años en que el cuidado y el apoyo familiar resultaron más necesarios.
De esa trama familiar —entre Manila, Logroño, Galizano, el Bierzo y Santander— nace un mapa afectivo y geográfico que acompaña su biografía desde el inicio: la disciplina heredada, la curiosidad constante, el vínculo con el mar y la montaña, y una forma de trabajar sostenida en el esfuerzo.
La infancia de César transcurrió en el Santander de los años cincuenta. Sus primeros recuerdos se sitúan en un piso de alquiler cerca del Coliseum, entre las calles Lealtad y Juan de Herrera: la imagen de la nieve vista desde la ventana, la cocina demasiado alta para su estatura infantil y el tranvía que llevaba al Sardinero. A los seis años, la familia se trasladó a los chalets de Manuel Prieto Lavín, en El Sardinero, entonces una zona de extrarradio donde residían sus abuelos. Allí pasó su infancia y adolescencia, en un entorno de libertad casi absoluta: juegos en la calle durante largas horas, pandillas de barrio y sus disputas territoriales con los chavales de la Colonia de Los Pinares, incursiones a Las Llamas —entonces sin urbanizar— para cazar ranas o serpientes, largos recorridos a pie o en bicicleta, y veranos en los que el radio de acción alcanzaba varios kilómetros sin supervisión adulta. Una infancia y juventud que hoy parecen pertenecer a un mundo distinto.
César creció en una familia numerosa; fue el mayor de nueve —seis hermanos y tres hermanas—, en un hogar siempre lleno, en todos los sentidos. Su madre, Herminia, había estudiado Magisterio, pero se dedicó por completo al trabajo en el hogar y a la crianza. Su padre, César, era agente comercial y trabajó durante años en la representación de distintas empresas. Con el tiempo, puso en marcha un taller propio de montajes técnicos, desde el que desarrolló instalaciones de calefacción y grupos de presión de agua. Aquella actividad creció al ritmo del fuerte boom constructivo de los años sesenta, especialmente en la costa oriental de Cantabria, donde los nuevos edificios requerían soluciones técnicas para garantizar el suministro de agua.
César colaboró desde joven en el negocio familiar, repartiendo queroseno en bidones de veinte litros para pequeñas calderas domésticas, subiéndolos por escaleras de edificios sin ascensor. Un trabajo físico y repetido, asumido sin épica, que durante años convivió con los estudios.
Su formación fue avanzando por etapas. Empezó en el parvulario de Menéndez Pelayo y continuó en la escuela de Los Pinares. Más tarde llegó el paso por el Instituto Santa Clara, donde cursó el bachillerato elemental y superó la reválida. El bachillerato superior y el PREU los realizó en el Instituto José María Pereda, en General Dávila. El examen general lo hizo en Valladolid, como correspondía entonces.
Más allá de las aulas, hubo otro aprendizaje que discurría en paralelo y con la misma constancia: la montaña se convirtió pronto en uno de los ejes centrales de su vida. Su padre era montañero y, desde muy pequeño, César comenzó a acompañarle en excursiones familiares. Se hicieron socios del Club Alpino Tajahierro cuando él apenas tenía seis años. Durmieron en furgonetas, subieron a esquiar con los esquís atados a la Vespa, participaron en la vida del refugio de Brañavieja —el refugio Julio Casal—, y aprendieron a moverse en la montaña con respeto y sentido colectivo.
La decisión de estudiar Ingeniería de Caminos, Canales y Puertos llegó de forma práctica. Le interesaban la biología y las ciencias naturales, pero estudiar fuera de Santander no era una opción económica viable. En la ciudad, optó por la Escuela de Caminos. Ingresó en 1969 y se enfrentó a una carrera exigente y que no dejaba margen al error: no se avanzaba con asignaturas pendientes. Fueron diez años de carrera: los primeros, en aulas llenas; los siguientes, cada vez más vacías. Entre las primeras calculadoras, el humo de tabaco, exámenes interminables y una ausencia total de mujeres en las clases. Una formación pensada para resistir.
Durante esos años, César combinó estudios, trabajo y vida familiar. En un campamento de montaña en los Picos de Europa conoció a Chusa, auxiliar de enfermería en la Cruz Roja de Torrelavega. El vínculo nació en el esfuerzo compartido, en días largos de monte y noches al raso, y fue trasladándose poco a poco a la vida cotidiana. Se casaron cuando César aún era estudiante. Su primera hija, Susana, nació en pleno recorrido universitario; María llegó en 1979, el mismo año en que terminó la carrera, como quinto de su promoción.
El final de la carrera coincidió con la crisis del petróleo y la escasez de oportunidades en la construcción. Entre junio y septiembre trabajó con un compañero de promoción en distintos municipios de Cantabria, participando en el diseño de saneamientos rurales para la Diputación. Fue en ese contexto cuando recibió una llamada que orientaría su trayectoria: Miguel Losada, catedrático de la Escuela de Caminos, le ofreció una beca financiada por Iberduero para investigar el aprovechamiento de la energía de las olas. Aquella oportunidad marcó su entrada en el mundo de la investigación.
Comenzó a dar clase en 1981, en la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos de la Universidad de Cantabria, en un momento en que la ingeniería oceanográfica y costera aún no estaba definida como un ámbito propio. Enseñar e investigar implicaba entonces construir: diseñar instrumentación, adaptar canales y tanques de oleaje, ensayar métodos capaces de abordar de forma sistemática el estudio de diques, estructuras marítimas y, de manera temprana en España, el aprovechamiento de la energía de las olas. En esos primeros años, docencia, laboratorio e investigación avanzaron de forma inseparable.
Además, en 1984 defendió su tesis doctoral, consolidando una línea de trabajo que sería decisiva para el desarrollo posterior de la ingeniería marítima y costera en la Universidad de Cantabria. Y, tres años después, en 1987, obtuvo la plaza de profesor titular.
Desde entonces desempeñó un papel central en la consolidación de nuevas asignaturas y líneas de investigación vinculadas a este ámbito, en un momento en que aún se estaba definiendo como campo propio. A partir de mediados de los años noventa participó de manera directa en el desarrollo del Máster en Ingeniería de Costas y en la formación de posgrado, impartiendo y desarrollando materias como Ingeniería Oceanográfica, Hidrodinámica en la Zona de Rompientes, Morfodinámica de playas, Métodos Experimentales en Ingeniería, Obras Marítimas, Ingeniería Offshore, Meteorología Marítima, etc. Su docencia estuvo siempre estrechamente ligada al laboratorio y al trabajo experimental, desde una práctica que unía teoría, ensayo y experiencia directa. En ese marco ha formado a varias generaciones de especialistas, ha dirigido numerosas tesis doctorales y trabajos fin de máster, y ha impartido docencia de posgrado y doctorado en universidades e instituciones nacionales e internacionales. Es autor de alrededor de veinte libros y de una amplia producción científica en revistas especializadas y congresos del ámbito de la ingeniería marítima y costera.
Entre 1990 y 1991 realizó un año sabático en Canadá, en el laboratorio de hidráulica de Ottawa, donde trabajó con Étienne Mansard, una de las figuras de referencia internacional en el estudio y modelización de la dinámica del oleaje. Aquella estancia reforzó su proyección internacional y dio lugar a publicaciones de referencia en el ámbito de la estabilidad de diques. Fue también una experiencia compartida con su familia, con un impacto que fue más allá del trabajo científico.
Como investigador principal ha liderado más de sesenta proyectos de I+D —diecisiete de ellos internacionales— y más de setenta proyectos competitivos de I+D+i. Ha participado además en cerca de 350 proyectos del Instituto de Hidráulica Ambiental y del Grupo de Ingeniería de Costas, y es coautor de seis patentes y varios programas software en ingeniería oceanográfica y costera.
Ese trabajo, construido día a día desde el laboratorio, tuvo también una dimensión colectiva. Desde mediados de los años noventa, el grupo al que pertenecía se situó como referencia en ingeniería marítima en España y a nivel internacional.
Con el cambio de siglo, ese desarrollo científico y experimental hizo necesaria la creación de infraestructuras estables y de gran escala. Así nació el Instituto de Hidráulica Ambiental de Cantabria (IH Cantabria), constituido como Fundación participada por la Universidad de Cantabria y el Gobierno regional. En ese marco, asumió responsabilidades directivas en el ámbito del laboratorio, ocupándose de la organización del trabajo experimental y del funcionamiento cotidiano de las instalaciones.
Pero su actividad no se desarrolló únicamente entre modelos y ensayos controlados. A lo largo de los años, una parte esencial de su trabajo estuvo ligada al trabajo de campo, con una presencia continuada en playas y tramos de costa. Allí combinó la medición, la observación directa y las hipótesis teóricas, construyendo un conocimiento que nacía del contacto prolongado con el territorio y del contraste constante entre teoría y realidad.
Desde esa experiencia acumulada, colaboró como asesor técnico en tareas de prevención, planificación y gestión del litoral, tanto en contextos ordinarios como en momentos de especial complejidad. Participó en la evaluación de daños y en la toma de decisiones asociadas a temporales extremos y afecciones a infraestructuras costeras, aportando criterio técnico cuando era necesario actuar con rapidez y rigor. Entre esos episodios, destaca su intervención tras el hundimiento del Prestige en 2002, uno de los momentos más delicados para el litoral cantábrico.
En el plano personal, su vida estuvo atravesada por pérdidas significativas. La muerte de su padre tras un grave accidente y, en 2006, la de su primera esposa, María Jesús, marcaron un tiempo de reajuste. Más adelante inició una nueva etapa junto a Isabel. Hoy, a su alrededor, convive una familia extensa —hijas e hijos, nietos y nietas— que sigue siendo un sostén esencial.
Ya como profesor emérito honorífico, continúa vinculado a la universidad y a la investigación. Participa en proyectos relacionados con la ingeniería offshore y la transición energética —eólica marina, hidrógeno, combustibles sintéticos, amoníaco— y no concibe este tiempo como una retirada, sino como un cambio de ritmo: menos urgencia, más perspectiva y más espacio para compartir lo aprendido.
Mientras pueda seguir activo, trabaja, colabora y aporta desde la experiencia acumulada. Lo resume con una frase sencilla y muy suya, casi física: mientras se pueda seguir subiendo escaleras, se puede seguir ejerciendo.




