Datos biográficos
El buen humor le viene de lejos, como tantas cosas importantes, y el suyo —el de siempre— es casi una manera de estar en el mundo. Adelaida Fernández Martínez (Santander, 1934) creció entre las cuestas del Alta —hoy Paseo de Altamira—, la finca de Villa Abarca —donde su abuelo hortelano cuidaba la tierra— y los patios del Barrio Obrero, con sus rosas blancas, juegos y canciones que aún recuerdan quienes las escucharon. Su infancia atravesó el bombardeo de 1936, el incendio de 1941, y una casa sostenida por el humor de su padre y la constancia de su madre. Luego llegaron los años de escuela: primero en La Enseñanza y, después, en Las Adoratrices.
Jugó al baloncesto y al balonvolea — “nos llamaban machitos”, dice—, estudió en Polanco para ser instructora deportiva —un sueño que no llegó a cumplir—, aprendió costura en San Fernando moviendo las agujas una arriba y otra abajo, y recorrió Cantabria en autoestop con “las Mellis”, cuando la vida parecía abrirse en todas direcciones. Vivió los campamentos de Ontaneda como quien llega, de pronto, a Nueva York. En 1962 se casó con Valentín Torre Llata y levantaron su casa en un terreno abierto, lleno de margaritas, donde la vida transcurría entre cine, paseos, rezos y tardes “a gustito” en casa.
Cantó una década en el coro “Concha Espina”, bailó la jota montañesa con UNATE —primer premio en El Astillero— y participó en la Asociación de Amas de Casa. Ha visto cambiar Santander tanto como ella misma, pero conserva lo que importa: la fe, el canto, las flores que cultiva para Las Salesas y esas amistades que, aún escasas, permanecen como un refugio.
A sus 91 años lo resume sin rodeos: “He andado, bailado, cantado… ¿pues qué más quiero?”. Lo dice con la serenidad de quien ya ha entendido qué importa y qué no.
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Equipo de realización
Entrevistadora: Zhenya Popova
Operador de cámara y montaje: Txatxe Saceda







