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Biografía

Historia de vida de Cesárea Pérez Hoz

Cesárea Pérez Hoz nació el 30 de diciembre de 1929 en Bucarrero, un barrio de Pámanes, en la habitación que sería también la suya durante toda la vida. Su madre, ya cercana a los cincuenta años, la trajo al mundo. En aquella familia de cinco hermanas —Teresa, Cándida, Amelia, Narcisa y ella— y un hermano, Ángel, las dos pequeñas, Narcisa y ella, eran para su padre “mis dos pesetas”. El nombre, Cesárea, lo heredó de su madre; el apodo, “Ñuca”, nació de la dificultad de una hermana anterior para pronunciarlo.

La infancia de Cesárea estuvo marcada por la alegría en un hogar campesino donde, hasta los siete años, disfrutó de juegos en la calle con hijos e hijas de vecinos y de la complicidad de un padre que las consentía. El coro de la iglesia fue también su lugar: cantó domingo tras domingo, casi hasta hoy, cuando la rutina cambió de compás.

Sin embargo, la Guerra de España truncó aquella infancia feliz. En 1937, la represión franquista se instaló en el valle: soldados, registros y miedos irrumpieron en la vida cotidiana. Su padre, Francisco Pérez Cora, que había regresado de América con el dinero suficiente para levantar casa y tierras, fue denunciado por un vecino y acusado falsamente de delitos contra la iglesia. Fue sometido a un consejo de guerra sumarísimo. Aunque no militaba en política, había trabajado como cocinero para el Frente Popular de Pámanes. Como recuerda su hija, “sin juicio, ni nada”, y pese a una recogida de firmas en su favor que no prosperó, primero estuvo encarcelado en Pámanes, muy cerca del hogar familiar. Aquella proximidad permitía que, según la disposición de quien custodiara la puerta, sus hijas pudieran acercarle algo de comida y, con suerte, permanecer unos instantes a su lado.

Más tarde fue trasladado a Bilbao, donde lo dejaron en libertad, pero decidió regresar a Cantabria para ver a su familia, a “sus dos pesetas”. A los dos días volvió a ser detenido, esta vez en la prisión provincial de Santander. Allí permaneció poco más de dos meses: Francisco, de 58 años, ingresó el 14 de octubre de 1937 y fue ejecutado el 17 de diciembre de ese mismo año. Fue enterrado en la fosa común del cementerio de Ciriego. Durante más de ochenta años la familia desconoció el motivo de la condena. Solo al acceder al Archivo General Militar de Burgos encontraron la respuesta: en la ficha oficial figuraba la palabra “ajusticiado”, en el apartado de antecedentes se leía “se desconocen” y en el de la causa, una simple raya.

Para Cesárea y su hermana, entonces niñas, quedaron grabadas escenas como los registros en casa, cuando un vecino las apuntaban con una pistola para intimidar a la familia. Desde entonces, vivieron bajo el estigma de ser “las rojas”, soportando humillaciones. Aquel año, además, perdieron a su hermano Ángel Pérez Hoz, muerto en el frente.

La posguerra se vivió con miedo, pero también con la solidaridad de la comunidad: los vecinos se ayudaban entre sí en las tareas del campo, compartían lo poco que tenían y, además, acompañaron a su madre en el duro duelo. Cesárea recuerda también las desgracias de los pueblos vecinos: familias represaliadas, fusilamientos en los montes, asesinatos, requisas, robos y casas reducidas a cenizas. Entre las historias que corrían por Pámanes estaba la del huido de Peña Cabarga, José López Ruiz.

 

Hoy, Cesárea recuerda que “la historia es historia y no se ha podido contar: muchos años de silencio”. Habla sin rencor y explica que, como no se hablaba de ello, las generaciones posteriores crecieron sin saber lo que había ocurrido y las familias se mezclaron sin distinciones. Prefiere no dar nombres ni remover recuerdos, convencida de que no conduce a nada. Con serenidad insiste en lo que considera indiscutible: “La guerra es lo peor, no hay cosa peor”.

En plena Guerra de España, Cesárea inició sus estudios en las escuelas nacionales de Pámanes, donde permaneció hasta los once años bajo la formación de los maestros Virginia y Cipriano. Después se trasladó a medio-régimen al colegio de las Hermanas de la Caridad en Anaz. El cambio vino tras un tiempo difícil en la escuela anterior, donde a menudo la señalaban como “la roja” y culpable de travesuras. En Anaz, adonde iba andando con las alpargatas en la mano, se sintió acogida. Allí destacó en concursos de catequesis —llegó incluso a ganar en la iglesia de Valdecilla, en Solares— y encontró en sor Emilia una presencia cercana, casi maternal, hasta los catorce años.

En su juventud, entre los dieciocho y los veinte años, se unió al teatro popular de Pámanes, bajo la dirección de Jaime Velasco. Formó parte del grupo que, tras la desaparición del Cristo del Descendimiento durante la Guerra, representó obras como Los amantes de Teruel, El mal apóstol y el buen ladrón, entre otras, en distintos pueblos, con el fin de recaudar fondos para encargar una nueva talla. Aquella experiencia, que le llevó a viajar en camión con decorados y trajes, le abrió una ventana a la creatividad colectiva en tiempos de escasez.

El trabajo de las mujeres, casi siempre invisible, marcó la vida adulta de Cesárea. Desde muy joven fue la “chacha para todo”: ayudaba a sus hermanas, lavaba, cuidaba, cosía junto a Narcisa e incluso se animó a tricotar a máquina. Con su matrimonio con Miguel Miranda, en 1951 en Pámanes —a quien había conocido en la fiesta de San Lorenzo y con quien compartió tres años de noviazgo entre bailes y romerías—, además de las responsabilidades de la casa y del campo, llegaron también las del cuidado de su madre, de su abuela nonagenaria y de sus cuatro hijos, nacidos entre 1952 y 1962. Contó entonces con el apoyo de su tío Ángel, que había regresado de Argentina tras la muerte de su padre.

Criaron vacas, ordeñaron, vendieron leche. Durante cuatro años, Cesárea se encargó del depósito de recogida de leche de Collantes en Bucarrero. Miguel trabajó de panadero, pasó dos años en plantaciones de café en Guinea y, finalmente, fue caminero hasta su jubilación a principios de los años 80. Cesárea —que arrastró durante dos décadas una anemia leucocitaria tras su segundo parto— llevó sobre sus hombros el peso de la casa, el campo, la crianza y el trabajo de cuidados. Reconocía, no obstante, la ayuda silenciosa de Miguel en casa, en una época en la que un hombre no debía dejarse ver entre fogones ni con el balde en la mano.

Recuerda los días de lavar en el río, de acarrear cántaros, de calentar el agua al fuego. A finales de los sesenta llegó el agua corriente y, en los setenta, la lavadora, que Miguel le llevó por sorpresa y cuyo recuerdo todavía la hace reír. Entonces todo empezó a ser distinto: las faenas dejaron de pesar tanto. A finales de los ochenta, con la muerte de Miguel, tuvo que cambiar de rumbo: aprendió a segar y a ordeñar, pero acabó malvendiendo las vacas para dejar atrás ese trabajo. Cesárea trabajó mucho, aunque nunca cotizó, como tantas mujeres de su generación.

Inició los años noventa dando catequesis en la iglesia de Pámanes. Fueron tres años, otra forma de mantenerse unida a la vida del pueblo. También encontró espacios de sociabilidad y resistencia. Formó parte de la Asociación de Mujeres de Pámanes, surgida en torno a las manualidades y convertida en un grupo cohesionado durante casi dos décadas. En las antiguas escuelas de Pámanes compartieron aprendizajes, cafés y manualidades, sin conflictos, con un compañerismo que ella recuerda con aprecio.

Entre todo lo vivido, Cesárea destaca el orgullo por su familia y la unión que mantienen. Con el tiempo ha llegado a ser abuela de ocho nietos y “Bisa” de cinco bisnietos —con otro en camino—, ‘títulos’ que lleva con alegría y responsabilidades de cuidado que sostuvo en numerosas ocasiones. Pero en su trayectoria también ha tenido que afrontar pérdidas significativas, como la de su marido y la de un hijo, que marcaron momentos de profundo duelo.

Desde julio de 2024, vive en la residencia de Solares. Allí, Cesárea repasa su vida con calma, consciente del camino recorrido. Prefiere subrayar lo que les permitió salir adelante: el esfuerzo y el apoyo mutuo. Y lo resume en un deseo para los suyos: “Que sigan como hasta ahora, unidos”.