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Biografía

Historia de vida de Rosa González González

Rosa González González nació el 29 de mayo de 1929 en la calle del Agua, en la aldea de Burió (Lamasón). Llegó al mundo en manos de una mujer del lugar, como era costumbre en la época, a pesar de contar con la presencia del médico de Celis. Fue la hija mayor de Ángel González Sánchez —quien casi alcanzó los 100 años de vida— y de María González González, nacida a comienzos del siglo XX, ambos naturales de Burió.

Su padre, Ángel, emigró a los 14 años a Cuba en el contexto de la gran oleada migratoria cántabra hacia América a finales del siglo XIX y comienzos del XX. En la isla caribeña trabajó cargando sacos de azúcar y, posteriormente, se trasladó a California, donde desempeñó labores en las minas de oro para la compañía Edison Ore-Milling Company, cuyo propietario, Thomas Edison, llegó a conocer personalmente. Años después regresó a su aldea natal, donde se casó con María y formó una familia con cuatro hijos: Rosa, la primogénita, seguida de Lino (1930), Mercedes (1933) y Ángeles (1936).

Rosa se crió en un entorno de montaña profundamente ganadero, inmersa en una economía agrícola familiar. En Burió convivían entonces unas “veinte familias” dedicadas al cultivo de la tierra y al cuidado de vacas, ovejas y cabras. La comarca albergaba más de un centenar de “invernales” —cabañas y pastizales de uso estacional— y la familia de Rosa disponía de una en la zona de Árria, donde pasaban largas temporadas con el ganado. La única vía rodable que conectaba aquel valle con el exterior unía el pueblo con Cabuérniga y La Hermida fue construida en época de Alfonso XIII.

La infancia de Rosa transcurrió entre los últimos años de la Segunda República y el estallido de la Guerra de España. Aún de niña, guardó vivas las sensaciones del ambiente previo al conflicto: la propaganda política, los rumores que corrían por el valle y, más tarde, los ecos de violencia y miedo. Recuerda cómo profanaron la ermita llenándola de burros y cómo quemaron los santos de Santa Eulalia, en Burió.

En aquel momento, su padre fue nombrado alcalde local bajo el régimen republicano. Con la llegada de las tropas franquistas, fue detenido y pasó tres meses preso en Torrelavega. A punto estuvo de ser trasladado al penal del Barco Alfonso Pérez, pero la mediación del cura párroco le sirvió para conseguir la libertad. Durante esos meses críticos, Rosa y sus hermanos quedaron al cuidado de sus abuelos maternos, Ramón González Obeso y Benancia González Fernández, puesto que la salud de su madre se resintió gravemente.  Como decía Ángel González, estaba “enferma de melancolía” por su sistencia.

De sus abuelos, Rosa recibió tanto el legado material como los relatos que abren una ventana a épocas convulsas: el paso de las tropas carlistas por los valles y la devastadora epidemia de gripe de 1918. El estallido de la Guerra de España y sus secuelas sacudieron a toda la familia. Su abuelo materno, de ideario conservador, vivió la violencia armada y las requisas de ganado. Rosa rememora con nitidez el día en que, junto a su abuelo, vio pasar en coche al doctor Antonio Vega Martínez —médico de Lamasón— rumbo a Piñeres, donde sería fusilado.

Rosa también fue testigo en la posguerra de las tácticas de la Guardia Civil, que empleaba agentes encubiertos para atrapar a guerrilleros antifranquistas, y de cómo buena parte de la vecindad de Burió con fincas en Árria fue encarcelada tras ser señalada como colaboradora. Aquella etapa estuvo marcada por el estraperlo y la lucha por la supervivencia; su padre llegó a caminar hasta Potes para conseguir sacos de harina que cargaba él mismo a la espalda.

A los nueve años, Rosa enfermó de difteria, un trance difícil que logró superar gracias a la atención del doctor Manuel Fernández Regatillo —médico de Quintanilla— y a su estancia en el hospital de Valdecilla. Su padre, Ángel, era un hombre de mentalidad abierta y comprometido con el bienestar de sus hijos. Luchó por ellos en momentos difíciles, como el accidente de su hijo Lino o los problemas de salud de su hija, y no dudaba en destinar los recursos familiares para sacarlos adelante.

En un contexto de profunda escasez, Rosa cursó sus estudios hasta los catorce años en la escuela del barrio de Los Pumares, en Lafuente — hoy reconvertida en albergue de peregrinos—. Los recursos escaseaban, de modo que el alumnado elaboraba sus propias tizas con piedras del río para escribir en pizarrines. Aunque las aulas estaban segregadas por género, tras las clases jugaban juntos en las calles del pueblo: practicaban la pita, competían lanzando palos e inventaban juegos simbólicos con elementos de la naturaleza.

Recuerda vívidamente su paso por una escuela llena de ‘muchos piojos’ y la sucesión de maestros que marcaron su vida escolar. Durante la República, Doña Petra —a quien acompañaban sus nueve hijos— fue una figura clave, aunque tras la guerra fue denunciada y huyó. Su lugar lo ocupó Don Rafael Lerín, lebaniego, que había estado escondido con los republicanos y regresó para enseñar durante el franquismo. Más adelante llegaron otras maestras, como Doña Nieves, una maestra gallega que, “aunque era muy buena, castigaba y pegaba mucho”.

Desde niña, soñaba con “salir de la escuela y ayudar a su familia”, pues sentía que no estaba hecha para “estar encerrada”. Uno de sus recuerdos más vívidos data de los nueve años, cuando acompañó descalza a su abuelo Ramón hasta el puerto de Pineda para la muda del ganado, recorriendo kilómetros a pie. Aquellas labores diarias de pastoreo, labranza y el esfuerzo constante quedaron tan arraigadas en ella que aún hoy sueña con vacas y paisajes de montaña mientras duerme. “He trabajado mucho —repite—, pero nunca me faltaron cinco duros en la mano ni comida en la mesa”.

En Burió, la vida cultural giraba en torno a la religión y las fiestas populares. Rosa recuerda los domingos de misa, la ceremonia de confirmación presidida por el obispo y la prohibición del “antroido” durante el franquismo, entre otros.  Rosa vivió 32 años en su pueblo natal, donde siempre prefirió la tranquilidad del campo a las romerías y bailes populares. Recuerda un refrán que escuchó de joven: «Quien quiera una buena moza, no la busque en romerías; búscala en casa de su padre, vestida de diario». Y así fue como, a los 17 años, conoció a Antonio Fernández entre su grupo de amistades. Se casaron cuando ella tenía 34, en la antigua iglesia románica de Santa Juliana, en el pueblo de Lafuente, la misma que —según recuerda— “quemaron los rojos” durante la contienda. La ceremonia, oficiada ante familiares y vecindad, incluyó un desayuno con chocolate y para celebrar la unión realizaron un viaje de tres días a Santander, alojándose en el Hotel Bahía.

Tras casarse, Rosa y Antonio adquirieron una finca en Sobrelapeña, donde durante dos décadas convivieron varias generaciones: Rosa; su hijo pequeño; su padre; y Lino, su hermano soltero. En ese entorno agrario, vió nacer a sus hijos: Ramón, en 1955, asistido por la partera Genia en la casa familiar; y María Rosa, en 1969, ya en una clínica de la ciudad de Santander.

En la tensa posguerra, Antonio fue acusado de colaborar con los guerrilleros que aún resistían en los montes cántabros. Para evitar el riesgo de ser encarcelado, decidió emigrar a América. Su primer destino fue California, donde ejerció como pastor durante casi una década y consiguió la ciudadanía estadounidense. Más tarde se trasladó a Nueva York, donde trabajó en los muelles y se integró en la amplia diáspora española de la época, residiendo allí hasta su jubilación. A pesar de la distancia, mantuvo un fuerte vínculo con su familia: regresaba con frecuencia para colaborar en las labores del campo y compartir con los suyos los frutos de su vida en el extranjero.

Rosa dedicó gran parte de su vida al trabajo en las fincas y al cuidado del ganado, siempre respaldada por su familia en la crianza de sus hijos. En Sobrelapeña criaron vacas tudancas —“buenísimas, que no cabían por la puerta”— y, más adelante, vacas pintas de leche, yeguas y vacas rojas. Además de las labores diarias, se ocupaba de la venta de jatos y vacas en mercados como el de Puentenansa. En sus escasos ratos libres encontraba sosiego entre el hilo y la aguja, cosiendo ropa e incluso confeccionando sandalias con hierba de cerroncho.

Tras la jubilación de Antonio, construyeron una vivienda nueva donde vivieron juntos dos décadas más, mientras su hija e hijo continuaban la tradición ganadera de la familia. En 2018, tras el fallecimiento de su marido, Rosa se trasladó a Peñarrubia para vivir con su hija, donde permanece desde entonces.

Lejos de abandonar la actividad, Rosa retomó la artesanía de la madera que aprendió de su padre: convierte ramas y troncos del monte en cuencos, cucharas, cruces y bastones para caminar.  Rosa recalca que, cuando ella muera, quiere que “le dejen las manos fuera, para seguir trabajando”.

Hoy, a sus 96 años (2025), puede encontrarse en los caminos de la zona, sentada a ras de suelo, navaja en mano, dando forma a la madera mientras contempla el paisaje abierto que la vio crecer.